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fortuna, atacándole. ¿No es acaso una empresa lo suficientemente originalcomo para intentarla, hacerle obtener por la amistad lo que usted trata deobtener mediante el odio?Los cuatro personajes miraron entonces a Lucien mientras hablaba lamarquesa. Aunque se encontraba a dos pasos del recién llegado, DeMarsay tomó sus impertinentes para mirarle; su mirada fue de Lucien a laseñora de Bargeton y de la señora de Bargeton a Lucien, emparejándolescon un pensamiento burlón que mortificó cruelmente al uno y al otro; lesexaminaba como a dos bichos raros y sonreía. Esa sonrisa fue una especiede puñalada para el gran hombre de provincias. Félix de Vandenesse adoptóun aire caritativo. Montriveaux lanzó sobre Lucien una mirada para sondearleprofundamente.—Señora —dijo el señor de Canalis, inclinándose—, la obedeceré, a pesar del personal interés que nos lleva a no favorecer a nuestros rivales; perousted nos ha acostumbrado a los milagros.—¡Pues bien!, hágame el favor de venir a cenar el lunes a mi casa con e!señor de Rubempré, hablarán más cómodamente que aquí de los asuntosliterarios; trataré de reunir algunos de los tiranos de la literatura y lascelebridades que la protegen, el autor de Ourika y algunos jóvenes poetasde categoría.—Señora marquesa —dijo De Marsay—, si usted apadrina a este señor por su inteligencia, yo le protegeré a causa de su belleza; le daré consejos queharán de él el dandy más feliz de París. Después de eso, será poeta, siquiere.La señora de Bargeton dio las gracias a su prima con una mirada llena dereconocimiento.—No le sabía celoso de las personas de ingenio —dijo Montriveau a DeMarsay—. La felicidad mata a los poetas.—¿Por eso es por lo que el señor trata de casarse? —repuso el dandy,dirigiéndose a Canalis, a fin de ver si la señora de Espard se afectaría acausa de esta frase.Canalis se encogió de hombros y la señora de Espard, amiga de la señorade Chauüeu, se echó a reír.Lucien, que se encontraba en su traje como una momia egipcia en susvendajes, se sentía avergonzado por no decir nada. Finalmente, dijo con sutierna voz a la marquesa:—Sus bondades, señora, me condenan a no obtener sino éxitos.Du Châtelet entró en aquel momento, asiendo por los pelos la ocasión dehacerse apoyar ante la marquesa por Montriveau, uno de los reyes de París.Saludó a la señora de Bargeton y rogó a la señora de Espard que le
 
perdonara la libertad de invadir su palco: ¡hacía tanto tiempo que se habíaseparado de su compañero de viaje! Montriveau y él se veían por vezprimera, después de haberse separado en medio del desierto.—Separarse en el desierto y encontrarse en la Ópera —dijo Lucien.—Es un verdadero encuentro de teatro —dijo Canalis.Montriveau presentó el barón du Châtelet a la marquesa y ésta hizo alantiguo secretario de órdenes de Su Alteza Imperial una acogida tanto máscalurosa cuanto que le había ya visto ser bien recibido en tres o cuatropalcos, porque la señora de Sérizy no admitía más que a personas selectasy porque, finalmente, era el compañero de Montriveau. Este último títulotenía tan gran valor que la señora de Bargeton pudo ver en el tono, en lasmiradas y en los ademanes de los cuatro personajes que admitían sindiscusn alguna a Du Châtelet como uno de los suyos. La conductasultanesca observada por Châtelet en provincias quedó de repenteexplicada a Louise. Finalmente, Du Châtelet vio a Lucien y le dirigió uno deesos pequos saludos, secos y fríos, mediante los que un hombredesconsidera a otro indicando a las personas de mundo el ínfimo lugar queocupa en la sociedad. Acompañó su saludo con un aire sardónico queparecía querer decir: "¿Por qué casualidad se encuentra aquí? Du Châteletfue muy bien comprendido, ya que De Marsay se aceral do deMontriveau, de forma que el barón pudiese oírlo, para decirle: " Pregúntelequién es este extraño joven que tiene el aspecto de uno de esos maniquíesvestidos que se encuentran ante las puertas de los sastres."Du Châtelet habló durante un instante al oído de su compañero, con aire dereanudar su amistad, y sin duda hizo trizas a su rival. Sorprendido por lasingeniosas respuestas y la finura con la que esos hombres espetaban suscontestaciones, Lucien estaba aturdido por la desenvoltura de la palabra y laelegancia de los ademanes. El lujo que por la mañana le había asustado enlas cosas, lo encontraba. ahora en las ideas. Se preguntaba por qué misterioestas personas encontraban a quemarropa reflexiones picantes y respuestasque no se le hubiesen ocurrido sino tras largas meditaciones.Además, no solamente aquellos cinco hombres de mundo se encontraban asus anchas en cuanto a la conversación, sino también en lo que respecta asu vestimenta: no llevaban nada que se señalara como nuevo ni como viejo.En ellas nada brillaba y todo atraía la mirada. Su lujo de hoy era el de ayer ydebería ser el de mañana. Lucien adivinó que debía tener el aspecto de unhombre que se viste por primera vez en su vida.—Amigo mío —decía De Marsay a Félix de Vandenes se—, ¡este pequeñoRastignac se lanza como una cometa! relo donde la marquesa de
 
Listomére, hace progresos, nos está observando. Sin duda debe conocer alcaballero —continuó el dandy, dirigiéndose a Lucien, pero sin mirarlo.—Es difícil —respondió la señora de Bargeton— que el nombre del granhombre de que estamos orgullosos no haya llegado hasta él; su hermanaoyó últimamente los hermosos versos que nos leyó el señor de Rubempré.Félix de Vandenesse y De Marsay saludaron a la marquesa y se dirigieronal palco de la señora de Listomére, la hermana de Vandenesse. Comenzó elsegundo acto y todos dejaron solos a la señora de Espard, a su prima y aLucien. Unos se dedicaron a explicar cómo era la señora de Bargeton a lasmujeres intrigadas por su presencia, otros explicaron la llegada del poeta yse burlaron de su atuendo. Canalis se quedó en el palco de la duquesa deChaulieu y ya no volvió. Lucien se sintió feliz con la diversión que elespectáculo producía. Todos los temores de la señora de Bargeton relativosa Lucien aumentaron a causa de la atención que su prima había concedidoal barón du Châtelet, que tenía un carácter muy distinto de su protectoracortesía hacia Lucien. Durante el segundo acto, el palco de la señora deListomére estuvo lleno de gente y pareció agitado por una conversación enla que se trataba de la señora de Bargeton y de Lucien. El joven Rastignacera, sin duda, el animador de este palco, daba pie a ese reír parisiense que,cebándose cada día en un nuevo pasto, se apresura a agotar el tema actualhaciendo de él algo usado y viejo en un solo momento. La señora deEspard, inquieta, sabía que no se deja ignorar largo tiempo una calumnia aaquel a quien hiere, y esperó el fin del acto. Cuando los sentimientos sevuelven contra ellos mismos, como acontecía en Lucien y en la señora deBargeton, suceden cosas extrañas en poco tiempo; las revoluciones moralesse suceden en virtud de leyes de un efecto rápido. Louise tenía presentes enla memoria las palabras prudentes y políticas que Du Châtelet le había dichosobre Lucien a la vuelta del Vaudeville. Cada frase era una profecía, yparecía que Lucien se empeñara en hacerlas cumplir todas. Al perder susilusiones sobre la señora de Bargeton, al igual que la señora de Bargetonperdía las suyas sobre él, el pobre muchacho, cuyo destino se parecía unpoco al de J.-J. Rousseau, le imitó hasta tal punto que quedó fascinado por la señora de Espard e inmediatamente se enamoriscó de ella. Los jóvenes olos hombres que recuerden sus emociones de juventud comprenderán queesta pasión era extremadamente probable y natural. Sus delicadosademanes, este hablar dulce, este sonido de voz tan fino, esta mujer taningeniosa, tan noble, de tan alta posición, tan envidiada, esta reina seaparecía al poeta como la señora de Bargeton se le había aparecido enAngulema. La versatilidad de su carácter le empujó prontamente a desear esta alta protección; el medio más seguro era poseer a la mujer, entonces lo
 
tendría todo. En Angulema había triunfado. ¿Por qué no podía triunfar también en París? Involuntariamente, y a pesar de la magia de la Ópera,toda nueva para él, su mirada, atraída por esta magnífica Celimena, sedirigía en todo momento hacia ella; y cuanto mas la miraba, más deseostenía de verla. La señora de Bargeton sorprendió una de esas miradasbrillantes de Lucien; le observó y le vio más ocupado por la marquesa quepor el espectáculo. De buen grado se hubiese resignado a ser sustituida por las cincuenta hijas de Danés, pero cuando una mirada más ambiciosa, másardiente y más significativa que las otras le explicó lo que sucedía en elcorazón de Lucien, tuvo celos, más que.del futuro, del pasado. "Nunca meha mirado así —pen—. Dios o, Châtelet tea razón." Reconocióentonces el error de su amor. Cuando una mujer llega a arrepentirse de susdebilidades, pasa sobre su vida una especie de esponja a fin de borrarlotodo. A pesar de que cada mirada de Lucien le traspasaba el alma,permaneció tranquila. De Marsay vino en el entreacto trayendo consigo alseñor de Listomére. El hombre grave y el joven presumido pronto hicieronsaber a la altiva marquesa que el paje de boda endomingado que habíanadmitido por desgracia en su palco se llamaba tanto señor de Rubemprécomo un judío tiene nombre de bautismo. Lucien era el hijo de un boticariollamado Chardon. El señor de Rastignac, muy al corriente de los sucesos deAngulema, ya había hecho reír a dos palcos a expensas de esa especie demomia que la marquesa llamaba su prima y de la precaución que esta damatenía de disponer junto a ella a un farmacéutico para poder, sin duda,prolongar a base de drogas su vida artificial. Finalmente, De Marsay contóalgunos de los mil chistes que en un minuto idean los parisienses y que tanpronto como se han dicho son olvidados, pero detrás de los cuales estabaChâtelet, el artífice de esta traición cartaginesa.—Querida —dijo bajo el abanico la señora de Espard a la señora deBargeton—, por caridad, dígame si su protegido se llama verdaderamenteseñor de Rubempré.—Ha adoptado el apellido de su madre —contestó Anaís, confusa.—Pero ¿cuál es el apellido de su padre?—Chardon.—¿Y qué es lo que hacía el tal Chardon?—Era farmacéutico.—Ya me lo parecía, querida, que todo París no podía burlarse de una mujer que adopto. No me gusta ver venir por aquí bromistas encantados por encontrarme con el hijo de un boticario; si quiere creerme, nos iremos juntase inmediatamente.
 
La señora de Espard adoptó un aire bastante impertinente, sin que Lucienpudiese adivinar qué es lo que había dado lugar a este cambio de expresión.Pensó que su chaleco era de mal gusto, lo cual era cierto; que la hechura desu traje era un tanto exagerada, lo cual también era verdad. Reconoció consecreta tristeza que era preciso hacerse vestir por un sastre habilidoso y seprometió ir a la mañana siguiente a casa del más célebre a fin de poder, ellunes próximo, rivalizar con los hombres que encontrara en casa de lamarquesa. Aunque perdido en sus reflexiones, sus ojos, atentos al tercer acto, no abandonaban la escena. Aunque mirando este espectáculo único,lleno de pompa, se abandonaba a su sueño sobre la señora de Espard. Seencontró desesperado ante esta súbita frialdad que contrariabaextrañamente el ardor intelectual con que atacaba este nuevo amor, sintener en cuenta las inmensas dificultades que vislumbraba y que seprometía vencer. Salió de su profunda contemplación para mirar a su nuevoídolo, pero al volver la cabeza se vio solo; había oído un ligero ruido, lapuerta se cerraba, la señora de Espard se llevaba a su prima. Lucien quedósorprendido en grado máximo ante este súbito abandono, pero no pensó enél durante mucho tiempo, precisamente porque lo encontró inexplicable.Cuando las dos mujeres subieron al coche y éste rodaba por la calleRichelieu hacia el faubourg Saint-Honoré, la marquesa dijo con un tono dedisimulada cólera:—Mi querida niña, ¿en qué está pensando? Espere a que el hijo de unboticario sea realmente célebre antes de interesarse por él. La duquesa deChaulieu no reconoce aún a. Canalis, y es célebre y gentilhombre. Estemuchacho no es ni su hijo ni su amante, ¿no es así? —dijo esta altaneramujer, lanzando a su prima una mirada inquisitiva y penetrante."¡Qué dicha haber mantenido a este bribón a distancia y no haberleconcedido nada!", pensó, señora de Bargeton.—¡Pues bien! —continuó la marquesa, que tomó la expresión de los ojos desu prima por una respuesta—, déjele, le conjuro a ello. ¿Arrogarse unnombre ilustre?... ¡Pero si es una audacia que la sociedad castiga! Admitoque sea el de su madre, pero piense, querida, que sólo al rey pertenece elderecho de conferir, mediante un edicto, el nombre de Rubempré al hijo deuna señorita de esta casa; si ella contrajo un matrimonio desigual, el favor sería enorme, y para lograrlo hacía falta una enorme fortuna, serviciosprestados y protecciones muy altas. Ese aspecto de hortera endomingadoprueba que ese muchacho no es ni rico ni noble; su cara es bonita, pero meparece bastante tonto y no sabe ni comportarse ni hablar; en una palabra, noestá educado. ¿Por qué razón le protege?
 
La señora de Bargeton, que renegó de Lucien, como Lucien había renegadode ella en su interior, tuvo un miedo terrible de que su prima supiese laverdad de su viaje.—Mi querida prima, estoy desesperada por haberla comprometido.—A mí no se me compromete —dijo, sonriendo, la señora de Espard—.Sólo pienso en usted.—Pero usted le ha invitado a ir el lunes a cenar a su casa.—Estaré enferma —respondió vivamente la marquesa—; usted se lo harásaber y advertiré en mi puerta que no permitan la entrada a ninguno de losdos nombres.Lucien pensó en pasearse por el foyer durante el entreacto, viendo comoiba todo el mundo hacia allí. En primer lugar, ninguna de las personas quehabían estado en el palco de la señora de Espard le saludó ni parecióprestarle atención, lo que extrañó en alto grado al poeta de provincias.Además, Du Châtelet, a quien intentó abordar, le vigilaba con el rabillo delojo y le estuvo evitando constantemente. Después de haberse convencido,tras de ver a ios hombres que por allí vagaban, que su traje era bastanteridículo, Lucien volvió a refugiarse en el rincón de su palco y parmaneciódurante el resto de la representación absorto sucesivamentcf por elpomposo espectáculo del ballet del acto quinto, tan célebre por su Infierno,por el aspecto de la sala en la que su mirada fue de palco en palco y por suspropias reflexiones, que fueron profundas en presencia de la sociedadparisiense."¡He aquí mi reino! —se dijo—. ¡He aquí el mundo que he de dominar!"Volvió a pie a su casa, pensando en todas las cosas que habían dicho lospersonajes que habían acudido a hacer la corte a la señora de Espard; susademanes, sus gestos, su forma en entrar y salir, todo acudió a su memoriacon sorprendente fidelidad. A la mañana siguiente, hacia el mediodía, suprimera preocupación fue dirigirse a Staub, el sastre más célebre de aquellaépoca. A fuerza de ruegos, y en virtud sobre todo,del pago al contado, logróque su ropa fuese entregada el famoso lunes. Staud llegó hasta prometerleuna deliciosa levita, un chaleco y un pantalón para el día decisivo. Lucienencargó camisas, pañuelos, en una palabra, todo un pequeño ajuar en unalencería, y se hizo tomar medida de botas y zapatos en un célebre zapatero.Compró un bonito bastón en Perdier y guantes y gemelos en casa de laseñora Irlande; en fin, trató de ponerse a la altura de los dandys. Cuando susfantasías quedaron satisfechas, se fue a la calle Neuve du Luxembourg,donde le dijeron que Louise había salido.—Come en casa de lá señora de Espard, y volverá tarde —le dijo Albertine.
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